Con motivo del Día de Europa, el grupo “Polis” presenta un artículo de reflexión bajo el prisma de la Doctrina Social de la Iglesia.
“EUROPA EN LA ENCRUCIJADA”
Cada 9 de mayo celebramos el Día de Europa. Se trata de una efeméride que suele pasar sin pena ni gloria por nuestro calendario, más allá de algunos actos institucionales y académicos, a pesar de que supone festejar la paz y la unidad de gran parte de nuestro continente europeo y rememorar la importante Declaración Schuman, un manifiesto político que planteaba la creación de una comunidad en torno a las producciones del carbón y del acero entre Francia y Alemania, abierta a cualquier otro Estado del continente. El discurso fue pronunciado el 9 de mayo de 1950 por el entonces Ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, y estaba inspirado en las ideas de Jean Monnet, empresario francés e incansable promotor de la unidad entre europeos. Con esta propuesta se buscaba (y se logró) evitar una nueva guerra entre las dos grandes potencias, pero también crear un proyecto de integración política duradero en el tiempo y una unión de Estados europeos que garantizase una Europa fuerte en un mundo complejo.
Dio lugar a la primera comunidad europea, precedente de la actual Unión, a la que seguirían después la comunidad europea de la energía atómica y la comunidad económica europea y, con ellas, la más exitosa organización internacional de la historia reciente. Quienes han nacido en una España integrada en la Unión probablemente no son tan conscientes de la relevancia de esta realidad para nuestras vidas; pero basta con tener presente la historia del siglo XX –o, más en concreto, con pensar en la movilidad de personas, en el libre intercambio de mercancías y su pago con una misma moneda, en la posibilidad de trabajar en cualquier parte del territorio de la Unión o en la ingente cantidad de proyectos realizados en nuestros pueblos y ciudades con fondos europeos–, para caer en la cuenta de ello.
Este día está marcado en 2024 por un acontecimiento crucial. El próximo 9 de junio, todos los ciudadanos europeos estamos llamados a las urnas: tenemos ante nosotros unas nuevas elecciones al Parlamento Europeo.
Se trata de una convocatoria electoral algo inusual por diferentes razones (circunscripción única a nivel nacional, menor presencia en los medios de programas políticos y candidatos, debate más centrado en cuestiones locales que de relevancia europea…), que suele pasar más desapercibida, para no pocos ciudadanos, que las elecciones locales, regionales o generales.
No deja de ser paradójico, sin embargo, que el interés por participar en la configuración de la asamblea legislativa más poderosa del mundo en cuanto alcance y relevancia de las decisiones que adopta sea tan bajo. Por ofrecer algún dato, el índice de participación en las últimas elecciones al Parlamento Europeo, celebradas en 2019 –las primeras tras el Brexit–, fue del 50,66% (en España, ascendió al 60,73%). En convocatorias anteriores no llegó al 45%, tampoco en nuestro país.
Aunque suene a excesivamente clásico e, incluso, manido, en estas elecciones nos jugamos mucho. El proyecto de integración europea está en crisis. Ha de reconocerse que, en cierto sentido, siempre lo ha estado, desde sus propios orígenes, porque son muchas y constantes las dificultades que ha debido ir afrontando a lo largo de sus más de 70 años de existencia. Pero en esta ocasión es distinto. Tenemos una guerra en territorio europeo y conflictos abiertos en el resto del mundo que nos afectan directamente, aunque se estén librando a miles de kilómetros de distancia. Cada vez son más las voces que proponen retomar la idea de la creación de un ejército europeo, respaldado por una comunidad política europea, que los dote de legitimidad; recuperar el servicio militar obligatorio es una decisión que se está valorando seriamente en los diferentes Estados miembros. Junto con ello, la cuestión de los movimientos de población y el control de las fronteras, lejos de perder relevancia, sigue aumentando en importancia, fáctica y política; no podemos seguir viviendo como si las personas migrantes no existieran y no estuvieran llamando a nuestras puertas, pero tampoco ser tan ingenuos como para obviar que detrás de algunas oleadas hay intereses geopolíticos. El Plan de Recuperación y Resiliencia, lejos de ser un nuevo instrumento financiero, ciertamente potente e insólito, con fondos relevantes para llevar a cabo proyectos estratégicos a nivel de país y de continente, está suponiendo una paulatina, transformación de nuestras organizaciones y estructuras internas, en nuestras fuentes de producción normativa, en el sistema de reparto competencial previsto en nuestra Constitución, sin que se esté dando el necesario debate democrático sobre ello. Las protestas de los agricultores, que hemos visto hace apenas unos meses en diferentes ciudades europeas, incluidas las nuestras, no son sino expresión de una tensión entre los objetivos de la transición energética y las necesidades de los agricultores y las comunidades rurales en un contexto de competencia global que pone de manifiesto cuán necesario es tener presente el nivel europeo. Prepararse frente a los retos que trae consigo un mundo cada vez más digital –a nivel de producción industrial, transportes, movilidad, comunicaciones sociales, vida de las personas– supondrá sacrificios con el fin de conseguir un equilibrio entre soberanía tecnológica y bienestar.
Estos son algunos simples ejemplos, muy diferentes en cuanto a su alcance y relevancia, que justifican la idea de que lo que pasa y se decide en Bruselas, Estrasburgo y Luxemburgo importa –o debería importar– y mucho. La inmensa mayoría de las decisiones que nos afectan como ciudadanos europeos proceden de las instituciones de la Unión. Más del 50 % de las normas que se han aprobado en el último año con efectos en nuestro sistema jurídico proceden de las instituciones europeas.
Desde la perspectiva del Magisterio de la Iglesia, la participación en la vida pública es un deber ciudadano y el ejercicio del derecho al voto una exigencia moral (CEC, 2.240); como señala el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (n. 565), “el compromiso político es una expresión cualificada y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás”.
En los próximos años se deberán adoptar decisiones estratégicas en las que, como ciudadanos, no podemos no implicarnos. La Unión Europea es un proyecto inspirado por hombres visionarios que buscaban crear no una nueva unión de Estados, sino una comunidad de personas en torno a un proyecto común con el fin de lograr la paz y el progreso. Esto es lo que está en juego: qué Europa queremos para afrontar los retos decisivos que tendremos que enfrentar en los próximos años.
© Copyright 2017 Arzobispado de Toledo | Aviso Legal | Política de Privacidad | Cookies