Inmaculada López González, delegada diocesana de Apostolado Seglar, publica una reflexión acerca del ministerio del Papa Francisco y su implicación con el laicado.
No he tenido la suerte de poder conocer en persona y estrechar la mano al papa Francisco, pero probablemente él sea, en parte, responsable de mi intenso compromiso laical en estos últimos años.
Su exhortación Evangelii gaudium es uno de los libros más gastados, subrayados y leídos de mi estantería. Para muchos de nosotros sus palabras generaron un impulso en la conciencia de la misión que daba sentido a la vida de cada bautizado: anunciar la alegría del Evangelio.
Recordarnos los complejos y desidias que los agentes de pastoral estábamos sufriendo, o que “la cara de pepinillos en vinagre” no es evangélica, fue un toque de atención para sacarnos de la comodidad, poder quitar telarañas e ir desterrando el siempre se ha hecho así, impulsarnos a apostar por una Iglesia en salida y dejar que el viento fresco del Espíritu Santo sea quien nos guie y renueve.
Definiéndonos como “simplemente la inmensa mayoría del pueblo de Dios”, el papa Francisco reforzó el valor de nuestra vocación laical, para que no tengamos que sentirnos en la Iglesia como cristianos de segunda, sino aprender a trabajar en comunión, corresponsabilidad y sinodalidad.
Con palabras como “primerear” o “discípulos misioneros” nos invitaba a “correr el riesgo de encontrarnos con el rostro del otro”, dejando claro que estamos llamados a anunciar a Jesucristo con obras y palabras, también en las periferias existenciales, especialmente a los más pobres, con lo que eso implica.
Ojalá que, como nos decía en su discurso al Foro Internacional de la Acción Católica en abril de 2017, vivamos nuestro ser laico con verdadera “pasión católica”, que no es otra cosa que “vivir la dulce y confortadora alegría de evangelizar”.
Querido papa Francisco, descanse en paz.
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