El pasado 16 de enero, fallecía en el Hogar “Santa Teresa Jornet” de Madrid, el sacerdote diocesano D. Antonio Cano de Santayana y Ortega, a los 72 años de edad. Sus exequias se celebraban el 17 de enero.
Compartimos las palabras que su sobrino, el sacerdote D. Manuel Vargas Cano de Santayana, vicario episcopal episcopal de la diócesis de Getafe, dedicaba durante el funeral celebrado en la basílica del Sagrado Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles, el pasado 24 de enero.
Palabras del sacerdote D. Manuel Vargas
Hoy ofrecemos esta Misa por el eterno descanso del tío Antonio, aunque, si me permitís, quiero decirlo de otro modo: hoy nos reunimos para dar gracias. Para dar gracias a Dios por su vida, por su ministerio y por todo lo que él nos ha regalado. Estoy convencido de que, si Antonio pudiera hablar ahora, desde ese lugar en el que la muerte ya no tiene poder, nos diría: “No lloréis, estad alegres, porque he llegado a la meta de mi carrera, a la patria definitiva, he llegado a casa”.
Antonio ha sido un sacerdote excepcional. Era, sobre todo, un hombre profundamente enamorado de Jesucristo. Su vocación no fue una decisión fría o calculada; fue la respuesta apasionada al Rey que le llamó, como san Ignacio nos enseña en Ejercicios Espirituales. Cristo le miró, y él respondió con todo su ser, con una entrega que no conocía límites, que no conocía cálculos egoístas. Y en esa respuesta al Señor y en ese servicio desinteresado a la Iglesia, Antonio encontró su verdadera alegría, una alegría que contagiaba a todos los que le rodeaban.
Un sacerdote lleno de entusiasmo
Quienes lo conocimos sabemos que Antonio irradiaba ilusión. Su ardor apostólico era como un fuego que no podía apagarse. Hablaba del Evangelio como la mejor noticia del mundo, porque lo es. Le recuerdo arengando a los jóvenes que caminábamos a Guadalupe hace décadas, o enfervorizando a las montañeras de la Congregación a las que enseñó a entregarse “Por Cristo, por María, por España, más, más y más”. En su entrega, nos ha enseñado que seguir a Cristo no es renunciar a la felicidad, sino encontrarla en plenitud.
La Virgen María, su gran amor
Hablar de Antonio es hablar de su amor por la Virgen. Era congregante mariano, y eso no era para él un título más, sino una forma de vida. Nos enseñó a querer a la Virgen María con la misma ternura de hijo con la que él la quería, porque sabía que en su Corazón de Madre encontramos siempre consuelo, refugio y guía.
Fidelidad a la Iglesia y a sus pastores
Antonio nos mostró también cómo se ama a la Iglesia: no desde la crítica o la distancia, sino desde la adhesión inquebrantable y la fidelidad. Amaba al Papa (a todos los que conoció); quería a su obispo (desde el gran cardenal D. Marcelo, a quien admiró y sirvió; hasta su último obispo, su entrañable compañero de estudios, en Roma, D. Ginés y el obispo auxiliar, D. José María, que han cuidado y visitado a Antonio como verdaderos padres en estos meses). Antonio nos enseñó que la verdadera lealtad no se mide solo en las palabras, sino en el respeto y la obediencia vividas con alegría.
Un confesor lleno de misericordia
En el sacramento de la reconciliación, Antonio era la viva imagen del Padre misericordioso de la parábola. Escuchaba con paciencia, acogía con ternura y nos hacía salir de este sacramento siempre con paz. Quienes se confesaban con él salían renovados, porque él sabía que su misión como sacerdote era ser un puente entre Dios y el alma que sufre; y lo hacía con indulgencia, con inmensa benevolencia.
El soñador quijotesco y el atlético de corazón
Además de sacerdote, Antonio era un soñador. Tenía algo de don Quijote: esa capacidad de luchar por lo que creía, aunque las cosas parecieran imposibles. Y quizá por eso amaba tanto al Atlético de Madrid: un equipo que encarna la pasión, el coraje y la fe en medio de las adversidades. Hizo suyos los lemas colchoneros y les buscaba aplicaciones espirituales en toda ocasión: “el éxito no es ganar siempre, es no rendirse nunca”.
Su humanidad inolvidable
Antonio ha sido también un hombre entrañable. ¿Quién no recuerda su inseparable pipa, siempre entre las manos? ¿O sus bromas, su humor tan característico, que hacía que todos nos sintiéramos un poco más ligeros en medio de las preocupaciones, y que hacían sus tandas de Ejercicios y sus homilías un verdadero bálsamo que ensanchaba el alma?
Su cariño entrañable y su legado como tío
Como sobrino, no puedo dejar de dar gracias a Dios por todo lo que él ha supuesto para nuestra familia. Nos ha querido a los sobrinos como un padre y como un amigo; nos ha cuidado, ha sido un ejemplo para nosotros, y, sobre todo, nos ha querido infundir un estilo muy característico y una forma de vivir: que tenemos la vida para darla, que la vida merece la pena cuando se entrega por amor.
Una despedida llena de esperanza
Hoy no es un día para la tristeza. Hoy es un día para la gratitud. Porque Antonio nos deja el rumbo marcado: su ejemplo, su alegría, su fe. Después de su vida entregada, de la dolorosa purificación que ha vivido en estos últimos años, de los auxilios espirituales que no le han faltado gracias a las Hermanitas de la residencia y a sus amigos sacerdotes y obispos, confío plenamente que habrá escuchado de los labios de Jesús “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ése es nuestro consuelo, querido tío Antonio: que, después de todo lo que has sufrido, estarás contemplando cara a cara a Aquel por quien viviste, a quien amaste y por quien has dado la vida. Y desde allí, estoy seguro de que nos dices: “Seguid adelante. Amad a Jesús. Quered a la Virgen. Sed fieles a la Iglesia. Y no os olvidéis de soñar”.
Querido tío Antonio, gracias. Gracias por tu vida, por tu fe y por tu cariño. Nosotros seguiremos aquí, con la certeza de que ahora puedes interceder más eficazmente por nosotros, con tu pipa en la mano y la sonrisa en el rostro, desde el cielo donde no hay ni dolor ni muerte. Vamos a soñar más fuerte, tío: vamos a procurar que te sientas satisfecho de nosotros y a confiar en que nos reencontraremos contigo.
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