El cardenal Péter Erdö compartía, el pasado 30 de mayo, un momento de oración con la comunidad del Seminario Mayor “San Ildefonso” de Toledo. Durante este momento, el Arzobispo Primado de Hungría realizaba una alocución, basadas en el texto del evangelio de san Juan 19, 25-34.
PALABRAS DEL CARDENAL ERDÖ EN EL SEMINARIO MAYOR “SAN ILDEFONSO” DE TOLEDO
Querido Señor Rector y Formadores
Queridos seminaristas
En el Evangelio escuchamos que junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la Virgen María, y el discípulo a quien amaba. El Salvador, desde el madero de la cruz, confió a su madre el cuidado del discípulo Juan, el apóstol amado, y en su persona a toda la Iglesia. Por eso veneramos a la Virgen María como Madre de la Iglesia. Pero no solo a toda la comunidad de la Iglesia, sino también a cada uno de los pueblos que necesitan la protección de la Virgen.
El primer rey cristiano de Hungría, San Esteban, antes de su muerte en mil treinta y ocho, ofreció su corona, es decir, su nación y todo su pueblo, a la Virgen María. No la llevó ante la bienaventurada Virgen María como un regalo, sino con una conmovedora súplica implorando su protección y defensa, ya que ya no tenía heredero. Podía prever que la cristiandad tan joven, y los húngaros que apenas se habían integrado en la comunidad de los pueblos de Europa, estaban en peligro inminente en esta región azotada por el viento, que muchos consideraban el cruce de los pueblos.
La Madre de Dios aceptó esta ofrenda y desde entonces, desde hace mil años, Hungría y el cristianismo han recorrido juntos el camino de la historia a través de todas las pruebas y dificultades, siempre renovándose y renaciendo, incluso en situaciones en las que no había esperanza humana.
La cruz de Cristo, su amor como redención y su resurrección son un signo de esperanza para nosotros. Pero, ¿Cómo podemos manifestar nuestra esperanza cristiana en las calles de nuestra ciudad, en nuestros lugares de trabajo, o cómo podemos vivirla día tras día en nuestras iglesias? Los santos nos muestran cómo podemos llevar la presencia de Cristo a nuestras vidas de hoy en mil situaciones diferentes, con amor diligente y sacrificial. Pero no son sólo los santos canonizados los que dejan entrever el efecto que el encuentro con Cristo ha tenido en nuestras vidas.
El Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Budapest en dos mil veintiuno tuvo una serie de verdaderos mensajeros. Y estos mensajeros eran conocidos eruditos, artistas, grandes y famosas personalidades que fueron personalmente a las comunidades católicas para dar testimonio de su fe, de sus vidas, e invitar a todos al gran encuentro de Budapest. Merecen una consideración y gratitud especiales por su presencia personal y por su compromiso de pertenecer a Cristo ante el mundo entero. No es casualidad que los testimonios hayan desempeñado también un papel importante en el programa del Congreso Eucarístico. Hombres y mujeres, sacerdotes y laicos de diferentes partes del mundo hablaron de su fe, de su vida y del carisma que han recibido en beneficio de la Iglesia.
¿Y qué debemos hacer? Podemos inspirarnos en la vida de los santos y de los testigos, pero también tenemos la oportunidad de actuar, de poner en práctica. Podemos trabajar en favor de los pobres y necesitados, podemos enseñar y proclamar la Buena Nueva porque la vida humana tiene sentido, porque la resurrección de Cristo nos abre el camino a la bienaventuranza eterna. Nosotros, que hemos recibido la vocación sacerdotal, podemos prestar el servicio más importante del mundo como ministros de la Palabra y de los Sacramentos; y, también como responsables de las comunidades, podemos actuar, en la liturgia y en las comunidades, en la persona de Cristo mismo. Porque el mundo necesita a Cristo y también nos necesita a nosotros, pero sólo si pertenecemos a Cristo. Amén.
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